EL MIEDO EN LA ORATORIA


El miedo es la conmoción del espíritu ante un riesgo inminente o no. Existente o no, imaginario o real. Radica en aquel instinto de conservación que todos los seres humanos normales poseemos. En consecuencia, es un sentimiento completamente normal.

Todo aquel que se presenta ante un auditorio, se considera solo en el momento del evento, esta soledad tiene varias connotaciones:
  • Una, que para sentir tranquilidad debe imaginar que está completamente solo, debe convencerse de que solo él está allí, esto puede tranquilizarlo si se encuentra nervioso; otra, se refiere a que el orador se sabe solo porque allí en el estrado no puede recibir auxilio de nadie.
  • Otra se refiere a que solo él sabe de lo que se está hablando y es quién marca el ritmo y la pauta de la conversación, debe sentirse superior a quienes le escuchan, no porque se preparó para ello más que nadie, porque se preparó bien, a fondo, analizó las posibles objeciones que pudieran presentarse y ensayó su presentación cuidando movimientos, ademanes, lenguaje, vestuario, longitud del discurso, etc. a fin de arrancar los aplausos del público que lo escuchará con atención habida cuenta de su elegancia en el lenguaje, del cuidado de la forma y del fondo del tema de que se trate.
Nadie, absolutamente nadie debe presentarse ante un auditorio a leer por completo un papel o un discurso. El Orador debe ensayar su intervención, de lo contrario lo que hará es un simple papel de lector y, quizás de mal lector que arrancará de los espectadores profundos y largos bostezos. Quién se presenta a hablar, cantar, bailar, declamar, etc.; ante un público cualquiera, experimenta una verdadera conmoción espiritual. Siente miedo y este paraliza en virtud de que está en juego su reputación. El sentimiento de la propia imagen, es un sentimiento completamente natural, noble, basado en el amor propio del pundonor de dignidad y de valía.

El auditorio, cualquiera que sea es un mundo de ojos, oídos, olfato, sensaciones, en fin; es todo un jurado, un tribunal que califica o descalifica al orador. Va a emitir un juicio tácito o expreso acerca del conocimiento, desempeño y valores reales del orador. Análogamente se puede comparar este momento del evento con el examinado ante la mesa del jurado examinador; con el agravante de que aquí es difícil la reparación si se reprueba, ya que es difícil para el orador levantar su imagen una vez que se ha perdido.

Cuando más conciencia tiene el orador de su responsabilidad ante el auditorio, más experimenta los efectos del miedo, pero afortunadamente este puede ser vencido con facilidad si nos proponemos a hacerlo. Con esta disposición, animado, positivo, surge del fondo del alma la convicción, la seguridad de que el público va a favorecernos en su juicio de apreciación y esa seguridad que no es vana, ni ficticia, ni imaginaria, porque está fundamentado en la verdad de la preparación previa, disiparemos los pocos vestigios de miedo y saldremos con la serenidad que confiere la confianza en sí mismo.

Lo demás viene solo, esa energía que produce el miedo, la canalizaremos para convertirla en gozo, el cual lograremos con el ejercicio. Todo comienzo es difícil, pero el alma humana se habitúa a todas las situaciones, por más violentas y desagradables que nos puedan parecer al principio. Gradualmente esa sensación incómoda irá disminuyendo en intensidad hasta que desaparezca por completo e iremos creando el hábito de hablar en público hasta convertirlo en necesidad.

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